Las famosas crisis existenciales. Esa piscina oscura de emociones al que nos lanzamos sin motivo aparente. Nos engañamos al decir que queremos salir de ellas, cuando en realidad lo único que hacemos es adentrarnos al meollo, ahondamos y no encontramos absolutamente nada. Lo peor del asunto, es que ya sabemos que no encontraremos absolutamente nada. Esa sensación de estar a punto de desentrañar algo, pero nos bloqueamos mentalmente. Nos topamos contra esa pared, ese muro que nos dice: "Te estás yendo muy lejos, regresa a tu realidad". Es natural (e incluso necesario) cuestionarnos todo. El problema radica en el momento en que llegamos a dudar de nosotros mismos; "¿Quién soy?", "¿Por qué estoy aquí?", "¿Para qué hago lo que hago?", "¿Hacia dónde debo ir?". Cuestionamientos que a la larga nos transforman en personas tristes, depresivas. Nos inhiben de la felicidad en tanto no salgamos de esa tétrica piscina.
Es cuanto menos curioso y un
tanto deprimente el saber reconocer que con el paso del tiempo la percepción de
la vida se vuelve insípida, se inunda de crudeza, se torna grisácea tras perder
buena parte de sus colores y que no hay vuelta atrás. Justificamos
insistentemente nuestra amargura y nuestras palabras hirientes como dardos,
bajo esa fachada a la que llamamos -realismo-. Esa amalgama que reúne la
creatividad e inocencia tan propia de los niños resulta ser algo tan
inexpugnable tras sobrepasar cierta edad. Ya no hay vuelta de hoja y lo sabes.
Es inevitable crecer y es
imposible no aprender de la vida. Y a medida que creces y aprendes, más lúgubre
es tu tolerancia por todo lo que te rodea. Duele abrir los ojos; pero pronto
comprendes que era un dolor necesario el aceptar todo aquello que un día se te
intentó ocultar. Te das cuenta que los seres humanos no son tan buenos después
de todo, que el mundo gira gracias al dinero, que la religión mueve a las
masas, que las injusticias están a la orden del día y muchas otras cosas que
desearías nunca haber sabido. Tu imaginación de niño, tan intacta, tan
impecable, se ve brutalmente distorsionada tras recibir toda esa información.
Sabes que no volverás a pensar igual después de todo eso.
También sabes lo mucho que
darías por volver a pensar como un niño; una imaginación libre de violencia,
sexo, carente de lo que ahora llamamos “realidad”. Una imaginación que por sí
sola trataba de descifrar la vida, con una creatividad increíblemente plasmable
en cualquier aspecto. Yo personalmente creía que cada par de ojos tenían una
visión única; que, así como tus ojos ven a tu mamá o a tu papá, los ojos de alguien
más los veía de otra manera, con otros atributos físicos. Tu podías ver a tu
pareja como el más galán o la más hermosa, mientras que el/ella se miraba en el
espejo de una manera diferente, quizás como alguien que no te merece, o quizás
como alguien que se siente demasiado para ti. Claro que esto último no es algo
que esté demasiado alejado de la realidad, pero, ¿te imaginas? Ver a una despampanante
pelirroja de ojos verdes, mientras que tu amigo la ve rubia de ojos azulados,
siendo que ella en su espejo de bolso se refleja como una morena de ojos pardos.
¿Y tú? ¿Recuerdas algo que ingenuamente solías creer de niño? Algo tan irreal,
pero a la vez algo tan curioso que despierta el morbo de verlo real.
Es una afirmación irrefutable
decir que las mentalidades de niño están destinadas a ser corrompidas cuando la
vida nos ordena crecer. Nuestras metas, propósitos, sueños, gustos y talentos
persistirán, pero la madurez toca la puerta tarde o temprano, y es imperativo
recibirla. Lo más frustrante de crecer es sentir en carne y hueso la sensación
de la impotencia; la impotencia de creer que no podemos ser todo aquello que soñábamos
ser debido a distintos factores y optar por el conformismo (podemos ser lo que queramos
con esfuerzo y apoyo. Piensa un instante: si es tu vida, ¿por qué hacer lo que otros quieren?), la impotencia de querer cambiar al mundo y no poder
hacerlo por nuestra propia cuenta (no podemos cambiar todo el mundo, pero sí
podemos cambiar nuestro mundo o el mundo de alguien más), la impotencia de
querer ayudar a todo el mundo y descubrir que no es una tarea que pueda
llevarla a cabo una sola persona. La impotencia es una de las peores
sensaciones del mundo que podemos llegar a conocer.
Pero no todo es malo, aunque
así parezca. Crecer conlleva priorizar. Crecer lleva arraigada la necesidad de
volvernos selectivos con nuestras amistades, con nuestras relaciones. Parecerá
egoísmo, pero crecer significa buscar aquello que nos brinde la paz mental que
tanto necesitamos, desechar la toxicidad, lo que no nos edifica. Crecer es la
etapa en que exteriorizaremos los valores que se nos inculcaron, en que se bifurcará
el camino entre ser una buena persona y ser una persona que necesita cambiar,
mejorar. Priorizar es darle color a lo que creíamos estaba descolorido, es saber
diferenciar entre lo que queremos y lo que necesitamos en pro de nuestra conveniencia.
Madurando es que idealizamos un mundo mejor, para ti y para los tuyos, es
combatir la impotencia en equipo. Sé la diferencia.
¿Recuerdas las preguntas del inicio? No es necesario que las respondas de inmediato. Cuando menos te lo esperes, fíjate como esas preguntas ya habrán obtenido una respuesta. Y sí, conocerás de horrores y pecados,
pero aprenderás a sobrevivir. Recuerda que el realismo no va ligado necesariamente
con la negatividad. Levántate por encima del miedo, de tu pesimismo. Las malas experiencias forjarán tu carácter, tus días malos definirán quiénes forman parte de tu círculo y las crisis existenciales te empujarán a buscar respuestas. Teniendo la mentalidad de un niño, eres presa fácil, un
bocadillo para la vida que te masticará sin mucho esfuerzo. Pero conservando parte
de esa mentalidad y adoptando la fortaleza de un adulto, lograrás domar a la
vida.
