domingo, 2 de febrero de 2020

LA PISCINA OSCURA


Las famosas crisis existenciales. Esa piscina oscura de emociones al que nos lanzamos sin motivo aparente. Nos engañamos al decir que queremos salir de ellas, cuando en realidad lo único que hacemos es adentrarnos al meollo, ahondamos y no encontramos absolutamente nada. Lo peor del asunto, es que ya sabemos que no encontraremos absolutamente nada. Esa sensación de estar a punto de desentrañar algo, pero nos bloqueamos mentalmente. Nos topamos contra esa pared, ese muro que nos dice: "Te estás yendo muy lejos, regresa a tu realidad". Es natural (e incluso necesario) cuestionarnos todo. El problema radica en el momento en que llegamos a dudar de nosotros mismos; "¿Quién soy?", "¿Por qué estoy aquí?", "¿Para qué hago lo que hago?", "¿Hacia dónde debo ir?". Cuestionamientos que a la larga nos transforman en personas tristes, depresivas. Nos inhiben de la felicidad en tanto no salgamos de esa tétrica piscina.

Es cuanto menos curioso y un tanto deprimente el saber reconocer que con el paso del tiempo la percepción de la vida se vuelve insípida, se inunda de crudeza, se torna grisácea tras perder buena parte de sus colores y que no hay vuelta atrás. Justificamos insistentemente nuestra amargura y nuestras palabras hirientes como dardos, bajo esa fachada a la que llamamos -realismo-. Esa amalgama que reúne la creatividad e inocencia tan propia de los niños resulta ser algo tan inexpugnable tras sobrepasar cierta edad. Ya no hay vuelta de hoja y lo sabes.

Es inevitable crecer y es imposible no aprender de la vida. Y a medida que creces y aprendes, más lúgubre es tu tolerancia por todo lo que te rodea. Duele abrir los ojos; pero pronto comprendes que era un dolor necesario el aceptar todo aquello que un día se te intentó ocultar. Te das cuenta que los seres humanos no son tan buenos después de todo, que el mundo gira gracias al dinero, que la religión mueve a las masas, que las injusticias están a la orden del día y muchas otras cosas que desearías nunca haber sabido. Tu imaginación de niño, tan intacta, tan impecable, se ve brutalmente distorsionada tras recibir toda esa información. Sabes que no volverás a pensar igual después de todo eso.  

También sabes lo mucho que darías por volver a pensar como un niño; una imaginación libre de violencia, sexo, carente de lo que ahora llamamos “realidad”. Una imaginación que por sí sola trataba de descifrar la vida, con una creatividad increíblemente plasmable en cualquier aspecto. Yo personalmente creía que cada par de ojos tenían una visión única; que, así como tus ojos ven a tu mamá o a tu papá, los ojos de alguien más los veía de otra manera, con otros atributos físicos. Tu podías ver a tu pareja como el más galán o la más hermosa, mientras que el/ella se miraba en el espejo de una manera diferente, quizás como alguien que no te merece, o quizás como alguien que se siente demasiado para ti. Claro que esto último no es algo que esté demasiado alejado de la realidad, pero, ¿te imaginas? Ver a una despampanante pelirroja de ojos verdes, mientras que tu amigo la ve rubia de ojos azulados, siendo que ella en su espejo de bolso se refleja como una morena de ojos pardos. ¿Y tú? ¿Recuerdas algo que ingenuamente solías creer de niño? Algo tan irreal, pero a la vez algo tan curioso que despierta el morbo de verlo real.

Es una afirmación irrefutable decir que las mentalidades de niño están destinadas a ser corrompidas cuando la vida nos ordena crecer. Nuestras metas, propósitos, sueños, gustos y talentos persistirán, pero la madurez toca la puerta tarde o temprano, y es imperativo recibirla. Lo más frustrante de crecer es sentir en carne y hueso la sensación de la impotencia; la impotencia de creer que no podemos ser todo aquello que soñábamos ser debido a distintos factores y optar por el  conformismo (podemos ser lo que queramos con esfuerzo y apoyo. Piensa un instante: si es tu vida, ¿por qué hacer lo que otros quieren?), la impotencia de querer cambiar al mundo y no poder hacerlo por nuestra propia cuenta (no podemos cambiar todo el mundo, pero sí podemos cambiar nuestro mundo o el mundo de alguien más), la impotencia de querer ayudar a todo el mundo y descubrir que no es una tarea que pueda llevarla a cabo una sola persona. La impotencia es una de las peores sensaciones del mundo que podemos llegar a conocer.

Pero no todo es malo, aunque así parezca. Crecer conlleva priorizar. Crecer lleva arraigada la necesidad de volvernos selectivos con nuestras amistades, con nuestras relaciones. Parecerá egoísmo, pero crecer significa buscar aquello que nos brinde la paz mental que tanto necesitamos, desechar la toxicidad, lo que no nos edifica. Crecer es la etapa en que exteriorizaremos los valores que se nos inculcaron, en que se bifurcará el camino entre ser una buena persona y ser una persona que necesita cambiar, mejorar. Priorizar es darle color a lo que creíamos estaba descolorido, es saber diferenciar entre lo que queremos y lo que necesitamos en pro de nuestra conveniencia. Madurando es que idealizamos un mundo mejor, para ti y para los tuyos, es combatir la impotencia en equipo. Sé la diferencia.

¿Recuerdas las preguntas del inicio? No es necesario que las respondas de inmediato. Cuando menos te lo esperes, fíjate como esas preguntas ya habrán obtenido una respuesta. Y sí, conocerás de horrores y pecados, pero aprenderás a sobrevivir. Recuerda que el realismo no va ligado necesariamente con la negatividad. Levántate por encima del miedo, de tu pesimismo. Las malas experiencias forjarán tu carácter, tus días malos definirán quiénes forman parte de tu círculo y las crisis existenciales te empujarán a buscar respuestas. Teniendo la mentalidad de un niño, eres presa fácil, un bocadillo para la vida que te masticará sin mucho esfuerzo. Pero conservando parte de esa mentalidad y adoptando la fortaleza de un adulto, lograrás domar a la vida.