domingo, 19 de mayo de 2019

A t r a p a d a


La rutina de la vida, esa monotonía que parecía inquebrantable hasta que un evento sumamente extraordinario e imponente pudo romper ese patrón. El dilema resulta en la propia naturaleza de ese evento, ya que no necesariamente tendrá que ser algo bueno. Plasmando lo anterior a la vida real; soy una secretaria, con un salario decente, trabajo nueve horas en un octavo piso de un edificio dedicado a la abogacía. Mi jefe, el licenciado Duarte, era un penalista con más de diez años de experiencia en esa rama. En general, todos los abogados que alquilaban una oficina en aquel edificio se dedicaban básicamente a la defensa de los derechos de aquellos quienes han incurrido, o se presume que han incurrido, en alguna transgresión a la ley.

La secuencia de mis actividades se resumía en: despertar, arreglarme, tomar un taxi, trabajar, tomar otro taxi y finalizar el día. La repetición de tales hábitos creó en mí una especie de automatismo que me había acostumbrado a vivir la vida sólo por vivirla, sin disfrutarla ni atesorar aquellos momentos que le dan sentido a la misma.

Ese día, y como cosa rara, el licenciado Duarte me permitió irme antes de mi hora habitual de salida. Al parecer, la carga de trabajo era ligera esa tarde. Mientras llamaba al ascensor, ya me había hecho una idea de lo mucho que iba a descansar el resto de ese día, sobre todo porque era viernes. Andaba feliz, no porque iba a viajar, salir con mi prometido, ir a alguna fiesta o alcoholizarme, sino porque iba a dormir a gusto. A ese nivel se había reducido mi felicidad. Cuando las puertas de elevador se deslizaron hacia los lados vi en su interior a un hombre; de gran tamaño, aspecto descuidado, con una mirada desubicada, llevaba una vestimenta casual y una barba desperfilada. Resaltaba su informalidad, ya que se diferenciaba enormemente del resto de los empleados del edificio, quienes siempre iban bien trajeados. Supuse que venía del doceavo piso, de la oficina del licenciado Echeverría, quien es bien conocido por llevar casos muy turbios (además de que corren ciertos rumores que indican que tiene uno que otro contacto en los juzgados penales).

Mi educación no pelea con nadie, así que ingresé al ascensor, pero no sin antes lanzar un “buenas tardes” acompañado de una leve sonrisa. El tipo únicamente asintió con la cabeza sin emitir palabra alguna. No me incomodó, he lidiado con personas realmente pesadas. De cualquier manera, siempre cargaba conmigo un gas pimienta y una pequeña navaja, por si acaso. Tras cerrarse las puertas, marqué en el tablero de elevador el primer nivel y éste de inmediato se puso en marcha. Fueron casi cuatro niveles de un completo silencio, cuando de repente, el ascensor se detuvo bruscamente, tanto que casi lograba derribarnos. Presioné el botón para que las puertas se abrieran, pero era inútil. El tablero no respondía… el elevador se había quedado atascado.

Mi reacción inicial fue golpear repetidamente aquella puerta metálica, gritando al mismo tiempo por ayuda. En ese momento tenía grandes esperanzas de que alguien en el exterior me escuchara y acudiera a mi rescate. No estaba nerviosa, pensé que era algo pasajero.

¡Qué suerte tenemos! — le dije con evidente sarcasmo a aquel tipo que hasta ese momento no se había inmutado en lo absoluto.     

Únicamente se me quedó viendo. De nuevo no obtuve ni una respuesta. Sin embargo, el tipo se acercó a la puerta, como pudo insertó sus enormes dedos en el espacio que separaba ambas puertas y con una increíble fuerza comenzó a abrir las puertas de a poco. Creí haber encontrado la solución a nuestro problema, pero nos topamos con que el elevador se había quedado atascado entre el tercer y el cuarto nivel. Al abrir las puertas, encontramos puro concreto. Fue en ese momento que comencé a sentir un escalofrío tan intenso, supe de inmediato que los golpes y gritos que había lanzado con anterioridad eran inaudibles. Estaba atrapada, al lado de un completo extraño. En un acto de desesperación comencé a gritar con todas mis fuerzas, pidiendo por ayuda. Grité, y grité demasiado al punto en que creí haberme desgarrado la voz. El tipo no hacía nada; sólo miraba hacia todos lados, como intentando localizar alguna salida de emergencia o algo parecido. No sé qué pasaba por su mente, pero no estaba tranquilo, podía notar el agobio en su mirada.

Tras una hora de dar gritos y de moverme como una hormiga encerrada dentro de un espacio reducido, decidí sentarme un rato y tranquilizarme. Sólo habían pasado sesenta minutos desde el atasco, no podía perder la compostura tan rápidamente. Me senté quedando de frente con el tipo, quien se había sentado hacía como cuarenta y cinco minutos sin decir palabra.

Pues… me llamo Jessica — dije nerviosamente.

El tipo levantó la cabeza, y clavó su mirada en mí.

¿Tú cómo te llamas? — pregunté.

Él seguía sin hablarme, tan sólo me veía fijamente.

Oye, tal parece que vamos a estar aquí un muy buen rato antes de que alguien venga por nosotros — le dije intentando convencerlo — Opino que el tiempo pasará más rápido si hablamos un poco, ¿no crees?

Uriel — respondió tras un par de segundos de espera, con un tono sumamente grave.

Un gusto, Uriel — le sonreí amablemente — ¿Trabajas aquí?

No

¿Viniste por asesoría? — pregunté.

Uriel de nuevo no me contestó. Yo sabía que estaba siendo insistente en querer mantener una plática con él, pero pensaba que era mejor gastar el tiempo en conocernos un poco, que en perder lentamente la cordura.

Supongo que vienes de la oficina del lic. Echeverría, ¿no? — pregunté de nuevo.

Eres muy social, ¿no es así? — me contra preguntó.

Bueno… me encanta conocer nuevas personas — exclamé.

Yo soy antisocial — respondió.

Me quedé callada. Cabizbaja, pero también comprendía que posiblemente estaba siendo muy pesada con ese interrogatorio. Yo soy una persona que habla, habla y habla, y seguramente llegué a irritar a una persona tímida e introvertida como él. Porque eso es lo que significa ser antisocial, ¿no?

Pasaron cinco minutos, hasta que recordé haber leído alguna vez la diferencia entre los términos asocial y antisocial. Asociales eran aquellas personas quienes se mostraban desinteresadas a interactuar y/o relacionarse con la sociedad. Mientras que las personas antisociales son aquellas que se oponen a la sociedad o al orden social, presentando incluso comportamientos violentos o transgresores. Y es que la tendencia actual o moderna cuando nos queremos referir a una persona tímida o introvertida, es asociarla erróneamente al término “antisocial”, cuando el término correcto debería ser “asocial”. Si él mismo me dijo que es antisocial, lo más seguro es que se está describiendo a sí mismo como un delincuente. Pero la pregunta era, ¿conocerá él la diferencia entre ambos términos? ¿Trató de decirme que es una persona tímida o que es un delincuente?

¿Eres un delincuente? — pregunté sin vergüenza.

El tipo levantó de nuevo la cabeza, me lanzó una mirada perdida, y al cabo de unos segundos sonrió perturbadoramente.

Echeverría es el mejor abogado al que puede acudir un tipo como yo — me respondió finalmente — El único que puede permitir que tipos que como yo andemos libres por la calle

¿Qué hiciste? — pregunté ingenuamente.

Tras un momento de suspenso Uriel respondió…

He robado, he golpeado, he roto huesos, he dejado paralíticos a algunos, a otros los he dejado en coma — dijo de una manera tan serena — Algunas veces por mi cuenta, otras veces por encargo

Lo dijo así, tan tranquilo, como si de cualquier otra cosa se tratase. Lo decía sin remordimientos, de una forma que parecía normalizar la situación. Como era de esperar, fue una respuesta que me impactó de sobremanera, mis ojos parecían salirse de sus cuencas y el sudor inmediatamente comenzó a brotar de mis poros. Mi respiración se agitó terriblemente. Mi corazón latía a mil por hora y parecía escaparse de mi ser en cualquier momento. Quedé momentáneamente paralizada, pero consciente de que fue una respuesta que yo misma me busqué por andar de curiosa.

Vine con Echeverría porque se me está acusando de violación y asesinato — continuó.

¿Y no es cierto? — alguien debía callarme.

Uriel no respondió, pero me noté con cierto desagrado que por momentos su mirada bajaba hacia mis piernas. Pésimo día para ir con falda. A partir de que escuché la palabra “violación” salir de su boca, sentía que me desnudaba con su mirada cada que sus ojos se iban hacia abajo. Sentía que estaba temblando, que me faltaba la respiración. Si pasaba algo, no sé si el gas pimiento lo iba a detener, puesto que era un tipo alto, corpulento, de brazos enormes, y ya había dado una demostración de su gran fuerza al abrir las puertas del elevador. Siendo realista, no tenía oportunidad contra él.

Eran atroces las cosas que me ponía a pensar. Como en una relación amorosa, yo sufría más por lo que pensaba que por lo que realmente sucedía. Hasta que, una hora después, me armé de valor (¿o de estupidez?) y rompí el silencio diciendo:

¿Me vas a matar? ¿A violar?

Uriel se me quedó viendo, frunciendo el ceño. Podría jurar que vi cómo levantó una ceja. Tanto él como yo sabíamos que estaba preguntando cosas fuera de lugar… O quizás no.

¡Háblame, dime algo! — le insistí.

Te contaré las historias de mis asesinatos…

Dicho y hecho, Uriel comenzó a comentarme con lujo de detalle las formas en que le quitaba la vida a las personas. Cada relato era más grotesco que el anterior. Yo ya no quería escuchar, no podía procesar o digerir lo que estaba escuchando. Me entró un asco y unas náuseas. Pero sabía por qué lo hacía, Uriel quería que estuviera callada. Que no preguntara idioteces. Sin hablar por un buen rato. Aún si eso implicara provocarme traumas. Su estrategia funcionó.

Pasaron cuatro horas más, y las cosas seguían iguales. Por momentos me levantaba a seguir gritando, pero todo era en vano. Estando allí adentro mi teléfono no tenía señal. Uriel únicamente se quedó sentado, de piernas cruzadas y con la cabeza hacia abajo. Aunque él creía que no me daba cuenta cuando me miraba. Ya que hablar no resultó bien, pensé en dormirme; en una siesta de un par de horas mientras alguien llegaba por nosotros. Pero no me iba arriesgar a eso, estando encerrada junto a un violador. Yo me armaba todas las historias en mi cabeza; si él intentaba hacerme algo, y yo me resistía, estaba muerta. Los delincuentes como él, son enfermos mentales, y por ello temía que en cualquier momento se le zafara un tornillo y me hiciera algo.

A la sexta hora fue el mayor susto; de un segundo a otro, Uriel se levantó finalmente. Llevó sus manos hacia su cinturón y se lo comenzó a desabrochar, luego hizo lo propio con su pantalón. El terror regresó en ese momento, comencé a pensar lo peor. Desesperadamente comencé a buscar el bendito gas pimienta, pero entre tanto sudor y adrenalina no lo encontraba. Me arrinconé, y mi mirada imploraba por piedad. Sin embargo, el tipo se volteó, fue hacia una esquina del elevador y comenzó a orinar. Al finalizar, se abrochó el pantalón y el cinturón de nuevo, y se volvió a sentar. Fue el momento de más tensión.

Comencé a llorar silenciosamente, me consumí en el miedo, estaba refundida en un martirio mental, sentía que estaba enloqueciendo. Estaba a la par de alguien que en cualquier momento me lo podía arrebatar todo, y yo estaba tan indefensa. Lloraba porque no entendía por qué me pasaban estas cosas a mí. ¿Cómo era posible que después de tantas horas nadie se haya dado cuenta de que el ascensor no estaba funcionando? Desesperadamente le mandé un mensaje de texto a mi prometido, pero éste no se mandaba. Había cero señal. Tenía muchísimo miedo, tenía hambre, tenía sueño, también tenía ganas de ir al baño, pero jamás iba hacer lo que hizo Uriel. Prefería aguantarme.

Estaba inconsolable, lloraba y lloraba, en posición fetal literalmente. Cerré los ojos por un momento, y al abrirlos ya no estaba llorando, mis mejillas estaban secas en su totalidad. Estaba aturdida y algo desorientada, pero seguía dentro de ese maldito elevador. Hasta que finalmente caí en la cuenta de que me había quedado dormida. Uriel seguía sentado en la misma posición.

¿Cuánto tiempo llevamos acá? — pregunté mientras bostezaba.

Dieciséis horas y veinte minutos — respondió.

No me podía creer que me había quedado dormida diez horas. Es decir, estaba cansada por el trabajo y por no haber comido, pero me parecía increíble haber dormido tantas horas en un lugar tan incómodo al lado de un asesino violador. Existía en mi mente la incógnita de si habrá visto por debajo de mi falda o si llegó a tocarme, pero eso no me importaba tanto. El punto es que no abusó de mí mientras dormía, pese a que prácticamente soy una presa fácil para un tipo como él. Esto ha sido un completo golpe de realidad para mí, de que tengo que estar preparada para todo. Aprender algún arte de defensa personal, o algo, pero me considero una mujer frágil ante tipos como ese. Alguna vez me enfrenté a un hombre que me estaba acosando en el metro, y la técnica del rodillazo a las partes nobles nunca falla. Pero éste era un hombre mucho más pequeño y delgado que este mastodonte. La vida no te enseña cómo pelear contra un gigante de esas dimensiones. Creo que ni siquiera un hombre de tamaño promedio sabría cómo enfrentarse a una mole como esa.

¿No tienes sueño? — pregunté.

No — sin dirigirme la mirada.

¿Por qué no haces nada para que podamos salir? — pregunté en un tono desafiante.

En ese preciso instante Uriel se me quedó viendo con cara de pocos amigos, intentando intimidarme, pero sin resultado alguno. Me había dado cuenta de que él no quería hacerme daño (de ser así, ya lo hubiera hecho). Tras unos segundos de silencio, respondió:

Echeverría no quiso tomar mi caso

¿Qué?

Cuando vengan por nosotros, será sólo para mandarme a prisión, ¿Qué diferencia tiene este lugar con la cárcel? En ambos me puedo pudrir hasta la muerte

En la cárcel puedes comer — mal momento para chistes, Jessica.

Mientras dormías, encontré debajo de la alfombra una salida — dijo seriamente, tras ese mal chiste que había hecho — Creo que puedes llegar hasta el tercer nivel, abrir la puerta y salvarte

De inmediato vi al suelo, y vi que Uriel había arrancado la alfombra que cubría la superficie del elevador, la cual estaba pegada con lo que parecía ser un fuerte pegamento industrial. Así que removí la alfombra, y en efecto, había una salida de emergencia. El espacio era suficiente para que ambos pudiéramos salir.

Cabemos los dos — le dije.

Tendríamos que bajar unos cuantos metros hasta llegar al tercer nivel, colgados de las poleas que detienen al ascensor — me explicó.

Podemos hacerlo — le dije entusiasmada con la idea.

Te puedo ayudar a escapar, pero yo no lo haré

Mira, trabajo para el lic. Duarte — le decía — Puedo hacer que él convenza al lic. Echeverría de tomar tu caso

¿Por qué debería confiar en ti? — dijo, después de dudarlo unos momentos.

Yo estoy confiando en ti en este plan de escape

Tras pensarlo demasiado, Uriel se levantó de su sitio y se acercó a la salida de emergencia. Me propuso que me colgara de su espalda. Sin pensarlo mucho, acepté. Era un plan muy arriesgado, puesto que, si Uriel caía, resbalaba o no aguanta su peso, íbamos a caer al vacío, casi cuatro niveles. Pero por alguna extraña yo confiaba en él, en que era lo suficientemente fuerte para resistir ese peso. Era un delincuente, así que tenía que saber sobre escapes. Uriel comenzó a descender lentamente por una de las poleas, cargándome. Notaba cómo era algo que le estaba costando, sus grandes dimensiones no le ayudaban. Comenzó a sudar a chorros y a gemir del agotamiento. En algún instante sentí que caería rendido, o que se deslizaría, pero no fue así. Tras un par de intensos minutos de gran esfuerzo físico, logró posicionarnos frente a la puerta del tercer nivel. Y con las pocas fuerzas que le restaban, logró abrir dichas puertas. Todo lo hacía parecer tan fácil.

Finalmente… estábamos en el suelo, sanos y salvos. No lo podía creer. Después de casi veinte horas atrapados, logramos salir de ese infierno claustrofóbico. Y fue todo gracias a Uriel, y a su gran capacidad física. Quién lo diría… que una persona con ese historial de delitos me haya ayudado a escapar y, posiblemente, salvar mi vida. No parecía que alguien fuese por nosotros, así que me parecía heroico lo que Uriel hizo. No lo eximía de sus pecados, por supuesto, pero no era tan mala persona después de todo. Era eso, o una variación del Síndrome de Estocolmo estaba haciendo efecto sobre mí…

No habían pasado ni dos minutos, cuando aproximadamente cuatro policías armados aparecieron justo enfrente de nosotros. Pronto comprendí que el mensaje que había mandado, sí les había llegado después de todo. Pero mi proceso de asimilar las cosas era demasiado lento, ya que en un abrir y cerrar de ojos, tenía el enorme brazo de Uriel rodeando mi cuello. Él, al ver a los agentes aproximarse, se colocó detrás de mí y me tomó como su rehén. Me comenzó a faltar aire casi al instante. Los policías no accionaban sus armas, únicamente le gritaban a Uriel que me soltara y que se colocara de rodillas en el suelo con las manos detrás de su cabeza.

¡Teníamos un trato, mujer! ¡Teníamos un trato! — me susurró desesperadamente.

Yo no podía responderle ya que él me estaba ahorcando, pero honestamente quería ayudarle. Quería persuadir a los policías y decirles que todo estaba bien. Decirles la verdad, que era un cliente que acudió al edificio buscando un abogado pero que por azares del destino se quedó encerrado conmigo. Su fuerza y desesperación no me permitían hacer nada. Se me comenzó a nublar la vista, entonces supe que tenía que reaccionar.

Con las pocas fuerzas que me quedaban, tomé la navaja que tenía guardada y se la clavé en el abdomen a Uriel. Él, teniendo la navaja insertada, de inmediato me soltó y yo caí pesadamente al suelo, casi sin aliento. Un endemoniado Uriel intentó abalanzarse sobre mí, pero cayó víctima de cinco disparos certeros. Todos en el torso. La resistencia de este hombre era monstruosa; había recibido cinco balazos y aún se mantenía de pie pese a que comenzó a perder mucha sangre.

¡Qué suerte tenemos! — fueron las últimas palabras de Uriel, antes de perder el equilibrio y mortalmente desplomarse de espaldas hacia el precipicio.  

Pasaron unos cuantos segundos después de que la humanidad de Uriel se estrelló pesadamente contra su propia muerte, hasta que los agentes de policía se acercaron a ayudarme y llevarme inmediatamente al hospital más cercano.

Fue así como se rompió la monotonía de las cosas, de mi vida. Un evento que en definitiva me marcó y que pudo haber acabado con mi vida. Sonará algo de risa, pero desde aquella experiencia, le tengo un intenso pavor a los elevadores, a los lugares cerrados. Y una de las ironías de mi vida, de mis anécdotas que pasarán a la historia, será aquella vez que un asesino me ayudó a vivir.