La
rutina de la vida, esa monotonía que parecía inquebrantable hasta que un evento
sumamente extraordinario e imponente pudo romper ese patrón. El dilema resulta
en la propia naturaleza de ese evento, ya que no necesariamente tendrá que ser
algo bueno. Plasmando lo anterior a la vida real; soy una secretaria, con un
salario decente, trabajo nueve horas en un octavo piso de un edificio dedicado a
la abogacía. Mi jefe, el licenciado Duarte, era un penalista con más de diez
años de experiencia en esa rama. En general, todos los abogados que alquilaban
una oficina en aquel edificio se dedicaban básicamente a la defensa de los derechos
de aquellos quienes han incurrido, o se presume que han incurrido, en alguna transgresión
a la ley.
La
secuencia de mis actividades se resumía en: despertar, arreglarme, tomar un
taxi, trabajar, tomar otro taxi y finalizar el día. La repetición de tales
hábitos creó en mí una especie de automatismo que me había acostumbrado a vivir
la vida sólo por vivirla, sin disfrutarla ni atesorar aquellos momentos que le
dan sentido a la misma.
Ese
día, y como cosa rara, el licenciado Duarte me permitió irme antes de mi hora
habitual de salida. Al parecer, la carga de trabajo era ligera esa tarde. Mientras
llamaba al ascensor, ya me había hecho una idea de lo mucho que iba a descansar
el resto de ese día, sobre todo porque era viernes. Andaba feliz, no porque iba
a viajar, salir con mi prometido, ir a alguna fiesta o alcoholizarme, sino
porque iba a dormir a gusto. A ese nivel se había reducido mi felicidad. Cuando
las puertas de elevador se deslizaron hacia los lados vi en su interior a un
hombre; de gran tamaño, aspecto descuidado, con una mirada desubicada, llevaba una
vestimenta casual y una barba desperfilada. Resaltaba su informalidad, ya que se
diferenciaba enormemente del resto de los empleados del edificio, quienes siempre
iban bien trajeados. Supuse que venía del doceavo piso, de la oficina del
licenciado Echeverría, quien es bien conocido por llevar casos muy turbios
(además de que corren ciertos rumores que indican que tiene uno que otro
contacto en los juzgados penales).
Mi
educación no pelea con nadie, así que ingresé al ascensor, pero no sin antes
lanzar un “buenas tardes” acompañado de una leve sonrisa. El tipo únicamente
asintió con la cabeza sin emitir palabra alguna. No me incomodó, he lidiado con
personas realmente pesadas. De cualquier manera, siempre cargaba conmigo un gas
pimienta y una pequeña navaja, por si acaso. Tras cerrarse las puertas, marqué
en el tablero de elevador el primer nivel y éste de inmediato se puso en
marcha. Fueron casi cuatro niveles de un completo silencio, cuando de repente, el
ascensor se detuvo bruscamente, tanto que casi lograba derribarnos. Presioné el
botón para que las puertas se abrieran, pero era inútil. El tablero no
respondía… el elevador se había quedado atascado.
Mi reacción
inicial fue golpear repetidamente aquella puerta metálica, gritando al mismo
tiempo por ayuda. En ese momento tenía grandes esperanzas de que alguien en el
exterior me escuchara y acudiera a mi rescate. No estaba nerviosa, pensé que
era algo pasajero.
— ¡Qué suerte tenemos! — le dije con evidente
sarcasmo a aquel tipo que hasta ese momento no se había inmutado en lo absoluto.
Únicamente
se me quedó viendo. De nuevo no obtuve ni una respuesta. Sin embargo, el tipo
se acercó a la puerta, como pudo insertó sus enormes dedos en el espacio que
separaba ambas puertas y con una increíble fuerza comenzó a abrir las puertas
de a poco. Creí haber encontrado la solución a nuestro problema, pero nos topamos
con que el elevador se había quedado atascado entre el tercer y el cuarto nivel.
Al abrir las puertas, encontramos puro concreto. Fue en ese momento que comencé
a sentir un escalofrío tan intenso, supe de inmediato que los golpes y gritos
que había lanzado con anterioridad eran inaudibles. Estaba atrapada, al lado de
un completo extraño. En un acto de desesperación comencé a gritar con todas mis
fuerzas, pidiendo por ayuda. Grité, y grité demasiado al punto en que creí
haberme desgarrado la voz. El tipo no hacía nada; sólo miraba hacia todos lados,
como intentando localizar alguna salida de emergencia o algo parecido. No sé
qué pasaba por su mente, pero no estaba tranquilo, podía notar el agobio en su
mirada.
Tras
una hora de dar gritos y de moverme como una hormiga encerrada dentro de un
espacio reducido, decidí sentarme un rato y tranquilizarme. Sólo habían pasado
sesenta minutos desde el atasco, no podía perder la compostura tan rápidamente.
Me senté quedando de frente con el tipo, quien se había sentado hacía como
cuarenta y cinco minutos sin decir palabra.
— Pues… me llamo Jessica — dije
nerviosamente.
El
tipo levantó la cabeza, y clavó su mirada en mí.
— ¿Tú cómo te llamas? — pregunté.
Él
seguía sin hablarme, tan sólo me veía fijamente.
— Oye, tal parece que vamos a estar aquí un
muy buen rato antes de que alguien venga por nosotros — le dije intentando
convencerlo — Opino que el tiempo pasará
más rápido si hablamos un poco, ¿no crees? —
— Uriel — respondió tras un par de
segundos de espera, con un tono sumamente grave.
— Un gusto, Uriel — le sonreí amablemente —
¿Trabajas aquí? —
— No —
— ¿Viniste por asesoría? — pregunté.
Uriel
de nuevo no me contestó. Yo sabía que estaba siendo insistente en querer mantener
una plática con él, pero pensaba que era mejor gastar el tiempo en conocernos
un poco, que en perder lentamente la cordura.
— Supongo que vienes de la oficina del lic.
Echeverría, ¿no? — pregunté de nuevo.
— Eres muy social, ¿no es así? — me contra
preguntó.
— Bueno… me encanta conocer nuevas personas
— exclamé.
— Yo soy antisocial — respondió.
Me
quedé callada. Cabizbaja, pero también comprendía que posiblemente estaba
siendo muy pesada con ese interrogatorio. Yo soy una persona que habla, habla y
habla, y seguramente llegué a irritar a una persona tímida e introvertida como
él. Porque eso es lo que significa ser antisocial, ¿no?
Pasaron
cinco minutos, hasta que recordé haber leído alguna vez la diferencia entre los
términos asocial y antisocial. Asociales eran aquellas personas quienes se
mostraban desinteresadas a interactuar y/o relacionarse con la sociedad.
Mientras que las personas antisociales son aquellas que se oponen a la sociedad
o al orden social, presentando incluso comportamientos violentos o
transgresores. Y es que la tendencia actual o moderna cuando nos queremos referir
a una persona tímida o introvertida, es asociarla erróneamente al término “antisocial”,
cuando el término correcto debería ser “asocial”. Si él mismo me dijo que es
antisocial, lo más seguro es que se está describiendo a sí mismo como un
delincuente. Pero la pregunta era, ¿conocerá él la diferencia entre ambos
términos? ¿Trató de decirme que es una persona tímida o que es un delincuente?
— ¿Eres un delincuente? — pregunté sin vergüenza.
El
tipo levantó de nuevo la cabeza, me lanzó una mirada perdida, y al cabo de unos
segundos sonrió perturbadoramente.
— Echeverría es el mejor abogado al que puede
acudir un tipo como yo — me respondió finalmente — El único que puede permitir que tipos que como yo andemos libres por la
calle —
— ¿Qué hiciste? — pregunté ingenuamente.
Tras
un momento de suspenso Uriel respondió…
— He robado, he golpeado, he roto huesos, he
dejado paralíticos a algunos, a otros los he dejado en coma — dijo de una
manera tan serena — Algunas veces por mi
cuenta, otras veces por encargo —
Lo
dijo así, tan tranquilo, como si de cualquier otra cosa se tratase. Lo decía sin
remordimientos, de una forma que parecía normalizar la situación. Como era de
esperar, fue una respuesta que me impactó de sobremanera, mis ojos parecían
salirse de sus cuencas y el sudor inmediatamente comenzó a brotar de mis poros.
Mi respiración se agitó terriblemente. Mi corazón latía a mil por hora y
parecía escaparse de mi ser en cualquier momento. Quedé momentáneamente paralizada,
pero consciente de que fue una respuesta que yo misma me busqué por andar de
curiosa.
— Vine con Echeverría porque se me está
acusando de violación y asesinato — continuó.
— ¿Y no es cierto? — alguien debía
callarme.
Uriel
no respondió, pero me noté con cierto desagrado que por momentos su mirada
bajaba hacia mis piernas. Pésimo día para ir con falda. A partir de que escuché
la palabra “violación” salir de su boca, sentía que me desnudaba con su mirada
cada que sus ojos se iban hacia abajo. Sentía que estaba temblando, que me
faltaba la respiración. Si pasaba algo, no sé si el gas pimiento lo iba a
detener, puesto que era un tipo alto, corpulento, de brazos enormes, y ya había
dado una demostración de su gran fuerza al abrir las puertas del elevador. Siendo
realista, no tenía oportunidad contra él.
Eran atroces las cosas que me ponía a pensar. Como en una relación amorosa, yo sufría más por lo que pensaba que por lo que realmente sucedía. Hasta que, una
hora después, me armé de valor (¿o de estupidez?) y rompí el silencio diciendo:
— ¿Me vas a matar? ¿A violar? —
Uriel
se me quedó viendo, frunciendo el ceño. Podría jurar que vi cómo levantó una
ceja. Tanto él como yo sabíamos que estaba preguntando cosas fuera de lugar… O
quizás no.
— ¡Háblame, dime algo! — le insistí.
— Te contaré las historias de mis asesinatos…
—
Dicho
y hecho, Uriel comenzó a comentarme con lujo de detalle las formas en que le
quitaba la vida a las personas. Cada relato era más grotesco que el anterior.
Yo ya no quería escuchar, no podía procesar o digerir lo que estaba escuchando.
Me entró un asco y unas náuseas. Pero sabía por qué lo hacía, Uriel quería que
estuviera callada. Que no preguntara idioteces. Sin hablar por un buen rato.
Aún si eso implicara provocarme traumas. Su estrategia funcionó.
Pasaron
cuatro horas más, y las cosas seguían iguales. Por momentos me levantaba a
seguir gritando, pero todo era en vano. Estando allí adentro mi teléfono no
tenía señal. Uriel únicamente se quedó sentado, de piernas cruzadas y con la
cabeza hacia abajo. Aunque él creía que no me daba cuenta cuando me miraba. Ya
que hablar no resultó bien, pensé en dormirme; en una siesta de un par de horas
mientras alguien llegaba por nosotros. Pero no me iba arriesgar a eso, estando
encerrada junto a un violador. Yo me armaba todas las historias en mi cabeza;
si él intentaba hacerme algo, y yo me resistía, estaba muerta. Los delincuentes
como él, son enfermos mentales, y por ello temía que en cualquier momento se le
zafara un tornillo y me hiciera algo.
A la
sexta hora fue el mayor susto; de un segundo a otro, Uriel se levantó
finalmente. Llevó sus manos hacia su cinturón y se lo comenzó a desabrochar,
luego hizo lo propio con su pantalón. El terror regresó en ese momento, comencé
a pensar lo peor. Desesperadamente comencé a buscar el bendito gas pimienta,
pero entre tanto sudor y adrenalina no lo encontraba. Me arrinconé, y mi mirada
imploraba por piedad. Sin embargo, el tipo se volteó, fue hacia una esquina del
elevador y comenzó a orinar. Al finalizar, se abrochó el pantalón y el cinturón
de nuevo, y se volvió a sentar. Fue el momento de más tensión.
Comencé
a llorar silenciosamente, me consumí en el miedo, estaba refundida en un
martirio mental, sentía que estaba enloqueciendo. Estaba a la par de alguien
que en cualquier momento me lo podía arrebatar todo, y yo estaba tan indefensa.
Lloraba porque no entendía por qué me pasaban estas cosas a mí. ¿Cómo era
posible que después de tantas horas nadie se haya dado cuenta de que el ascensor
no estaba funcionando? Desesperadamente le mandé un mensaje de texto a mi
prometido, pero éste no se mandaba. Había cero señal. Tenía muchísimo miedo, tenía
hambre, tenía sueño, también tenía ganas de ir al baño, pero jamás iba hacer lo
que hizo Uriel. Prefería aguantarme.
Estaba
inconsolable, lloraba y lloraba, en posición fetal literalmente. Cerré los ojos
por un momento, y al abrirlos ya no estaba llorando, mis mejillas estaban secas
en su totalidad. Estaba aturdida y algo desorientada, pero seguía dentro de ese
maldito elevador. Hasta que finalmente caí en la cuenta de que me había quedado
dormida. Uriel seguía sentado en la misma posición.
— ¿Cuánto tiempo llevamos acá? — pregunté
mientras bostezaba.
— Dieciséis horas y veinte minutos —
respondió.
No
me podía creer que me había quedado dormida diez horas. Es decir, estaba
cansada por el trabajo y por no haber comido, pero me parecía increíble haber
dormido tantas horas en un lugar tan incómodo al lado de un asesino violador. Existía
en mi mente la incógnita de si habrá visto por debajo de mi falda o si llegó a
tocarme, pero eso no me importaba tanto. El punto es que no abusó de mí
mientras dormía, pese a que prácticamente soy una presa fácil para un tipo como
él. Esto ha sido un completo golpe de realidad para mí, de que tengo que estar
preparada para todo. Aprender algún arte de defensa personal, o algo, pero me
considero una mujer frágil ante tipos como ese. Alguna vez me enfrenté a un
hombre que me estaba acosando en el metro, y la técnica del rodillazo a las
partes nobles nunca falla. Pero éste era un hombre mucho más pequeño y delgado
que este mastodonte. La vida no te enseña cómo pelear contra un gigante de esas
dimensiones. Creo que ni siquiera un hombre de tamaño promedio sabría cómo
enfrentarse a una mole como esa.
— ¿No tienes sueño? — pregunté.
— No — sin dirigirme la mirada.
— ¿Por qué no haces nada para que podamos
salir? — pregunté en un tono desafiante.
En
ese preciso instante Uriel se me quedó viendo con cara de pocos amigos,
intentando intimidarme, pero sin resultado alguno. Me había dado cuenta de que
él no quería hacerme daño (de ser así, ya lo hubiera hecho). Tras unos segundos
de silencio, respondió:
— Echeverría no quiso tomar mi caso —
— ¿Qué? —
— Cuando vengan por nosotros, será sólo para mandarme
a prisión, ¿Qué diferencia tiene este lugar con la cárcel? En ambos me puedo
pudrir hasta la muerte —
— En la cárcel puedes comer — mal momento
para chistes, Jessica.
— Mientras dormías, encontré debajo de la
alfombra una salida — dijo seriamente, tras ese mal chiste que había hecho —
Creo que puedes llegar hasta el tercer
nivel, abrir la puerta y salvarte —
De
inmediato vi al suelo, y vi que Uriel había arrancado la alfombra que cubría la
superficie del elevador, la cual estaba pegada con lo que parecía ser un fuerte
pegamento industrial. Así que removí la alfombra, y en efecto, había una salida
de emergencia. El espacio era suficiente para que ambos pudiéramos salir.
— Cabemos los dos — le dije.
— Tendríamos que bajar unos cuantos metros
hasta llegar al tercer nivel, colgados de las poleas que detienen al ascensor
— me explicó.
— Podemos hacerlo — le dije entusiasmada
con la idea.
— Te puedo ayudar a escapar, pero yo no lo haré
—
— Mira, trabajo para el lic. Duarte — le
decía — Puedo hacer que él convenza al
lic. Echeverría de tomar tu caso —
— ¿Por qué debería confiar en ti? — dijo,
después de dudarlo unos momentos.
— Yo estoy confiando en ti en este plan de
escape —
Tras
pensarlo demasiado, Uriel se levantó de su sitio y se acercó a la salida de emergencia.
Me propuso que me colgara de su espalda. Sin pensarlo mucho, acepté. Era un
plan muy arriesgado, puesto que, si Uriel caía, resbalaba o no aguanta su peso,
íbamos a caer al vacío, casi cuatro niveles. Pero por alguna extraña yo
confiaba en él, en que era lo suficientemente fuerte para resistir ese peso.
Era un delincuente, así que tenía que saber sobre escapes. Uriel comenzó a descender
lentamente por una de las poleas, cargándome. Notaba cómo era algo que le
estaba costando, sus grandes dimensiones no le ayudaban. Comenzó a sudar a
chorros y a gemir del agotamiento. En algún instante sentí que caería rendido,
o que se deslizaría, pero no fue así. Tras un par de intensos minutos de gran
esfuerzo físico, logró posicionarnos frente a la puerta del tercer nivel. Y con
las pocas fuerzas que le restaban, logró abrir dichas puertas. Todo lo hacía
parecer tan fácil.
Finalmente…
estábamos en el suelo, sanos y salvos. No lo podía creer. Después de casi
veinte horas atrapados, logramos salir de ese infierno claustrofóbico. Y fue
todo gracias a Uriel, y a su gran capacidad física. Quién lo diría… que una
persona con ese historial de delitos me haya ayudado a escapar y, posiblemente,
salvar mi vida. No parecía que alguien fuese por nosotros, así que me parecía
heroico lo que Uriel hizo. No lo eximía de sus pecados, por supuesto, pero no
era tan mala persona después de todo. Era eso, o una variación del Síndrome de Estocolmo
estaba haciendo efecto sobre mí…
No
habían pasado ni dos minutos, cuando aproximadamente cuatro policías armados
aparecieron justo enfrente de nosotros. Pronto comprendí que el mensaje que
había mandado, sí les había llegado después de todo. Pero mi proceso de
asimilar las cosas era demasiado lento, ya que en un abrir y cerrar de ojos,
tenía el enorme brazo de Uriel rodeando mi cuello. Él, al ver a los agentes
aproximarse, se colocó detrás de mí y me tomó como su rehén. Me comenzó a
faltar aire casi al instante. Los policías no accionaban sus armas, únicamente
le gritaban a Uriel que me soltara y que se colocara de rodillas en el suelo
con las manos detrás de su cabeza.
— ¡Teníamos un trato, mujer! ¡Teníamos un
trato! — me susurró desesperadamente.
Yo
no podía responderle ya que él me estaba ahorcando, pero honestamente quería
ayudarle. Quería persuadir a los policías y decirles que todo estaba bien.
Decirles la verdad, que era un cliente que acudió al edificio buscando un abogado
pero que por azares del destino se quedó encerrado conmigo. Su fuerza y
desesperación no me permitían hacer nada. Se me comenzó a nublar la vista, entonces
supe que tenía que reaccionar.
Con
las pocas fuerzas que me quedaban, tomé la navaja que tenía guardada y se la
clavé en el abdomen a Uriel. Él, teniendo la navaja insertada, de inmediato me
soltó y yo caí pesadamente al suelo, casi sin aliento. Un endemoniado Uriel
intentó abalanzarse sobre mí, pero cayó víctima de cinco disparos certeros.
Todos en el torso. La resistencia de este hombre era monstruosa; había recibido
cinco balazos y aún se mantenía de pie pese a que comenzó a perder mucha sangre.
— ¡Qué suerte tenemos! — fueron las
últimas palabras de Uriel, antes de perder el equilibrio y mortalmente desplomarse
de espaldas hacia el precipicio.
Pasaron
unos cuantos segundos después de que la humanidad de Uriel se estrelló
pesadamente contra su propia muerte, hasta que los agentes de policía se
acercaron a ayudarme y llevarme inmediatamente al hospital más cercano.
Fue
así como se rompió la monotonía de las cosas, de mi vida. Un evento que en
definitiva me marcó y que pudo haber acabado con mi vida. Sonará algo de risa,
pero desde aquella experiencia, le tengo un intenso pavor a los elevadores, a
los lugares cerrados. Y una de las ironías de mi vida, de mis anécdotas que
pasarán a la historia, será aquella vez que un asesino me ayudó a vivir.

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