NOTA DEL AUTOR: Antes de entrar de lleno en la historia, me gustaría hacer mención de que la siguiente historia la escribí por dos razones; la primera, porque me apetecía abordar el tema del odio generacional. Y la segunda razón, es porque estaba participando en un concurso de redacción de historias, cuyo premio sería su exhibición en la feria del libro, y en donde uno de los lineamientos base consistía en que dicha historia estuviese inspirada en la cultura maya o azteca. Otra de las formalidades imperativas es que dicha historia no superara las 2,500 palabras, norma que me costó un mundo acatar (y que de hecho no acaté, pues mi historia superaba las 3,000 palabras).
Quiero pensar que si no gané fue por no haber acatado dicha regla y haber incurrido en una inmediata descalificación, pero ¡vamos! es un completo martirio imponerle un límite al escritor, condicionar su imaginación y creatividad, máxime cuando su estilo consiste en extenderse lo necesario con tal de tener una obra más o menos decente. Y es que, personalmente, la obra que redacte me tiene que gustar primero a mí, para luego ya poder siquiera pensar que le podrá gustar a alguien más. Quiero pensar, pues, que fue por eso... o bien, por la forma tan trágica, dramática, y en veces bizarra que suele caracterizar mis escritos.
Me sincero, y confieso que la siguiente historia de mi autoría no es de mi total agrado, por todos los condicionantes anteriormente mencionados. Evidentemente tuve que informarme antes de escribir esta historia. De antemano me disculpo si durante el transcurso de la misma incluyo elementos equívocos, irreales o, en el peor de los casos, que puedan llegar a tocar la moral. Quizás está mal ponerme a hablar de temas que no conozco enteramente, pero, vuelvo a lo mismo, era parte de los lineamientos hacerlo de esa manera, Estoy consciente de que quizá no era exactamente la forma más ideal en que quería hacer llegar el mensaje de lo mal que le hace a la vida el tema de generalizar, pero era mi deseo incluir esta historia dentro de mi blog. Tenía qué. Sin más dilatación, presento la historia titulada: "El odio de Aaj beh".
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Corrían, corrían y no les pasaba otra cosa por la mente que no fuera correr. Su instinto de supervivencia pudo imponerse con muchísima más autoridad y solidez que el cansancio por el cual estaban atravesando sus frágiles piernas. Por delante de todos iba Aaj beh, el más grande de los tres hermanos, sobre quien recayó la responsabilidad de mantener sanos y salvos a su hermana Itzen y al pequeño Athziri. Corrían pues, a pies descalzos, cruzándose todo tipo de ríos, enredaderas, fangos. Lo único que querían era alejarse, escapar desesperadamente del sitio que alguna vez llamaron hogar y que en estos momentos se hundía progresivamente en la miseria. Sus progenitores lograron hacer que éstos se escabulleran entre la frondosa selva, esperanzados en que sólo así podrían conservar su vida y su libertad. Mientras su pueblo era sitiado por aquellos que defendían el rojo y el amarillo en su bandera, mientras sus más leales guerreros eran brutalmente asesinados por defender a los suyos, mientras sus mujeres eran violadas, mientras su gente era esclavizada y despojada de sus tierras y de sus pertenencias, los tres hermanos no podían hacer nada más que correr. La caída del imperio maya era inminente.
Haciendo honor al
significado de su nombre, Aaj beh estaba desempeñándose como guía
imprevisto de sus menores hermanos. Él iba a la cabeza, aunque sin llevar un
rumbo fijo. Su única referencia era avanzar en una sola dirección, dirigirse a
lo que él consideraba era el norte, sin voltear atrás. Itzen llevaba en
sus brazos al pequeño Athziri, cuyo llanto era sumamente exasperante y
no parecía estar próximo a terminar.
En ese momento Aaj beh
no rebasaba los once años; aún no comprendía a cabalidad las atrocidades de las
que eran capaces de cometer los invasores de España. No sabía si sus padres se
encontraban con vida; en especial su padre Ikal, quien era un fiel
guerrero maya. Lo único que tenía bien en claro, era que sus hermanos dependían
ahora de él y que en él recaía la obligación de alimentarlos y brindarles
refugio. Al encontrar un lugar para establecerse tras haber corrido cientos de
kilómetros sin destino alguno, Aaj beh se dispuso a construir a base de
piedras, ramas y lianas una pequeña pero acogedora choza en la que
perfectamente cabían los tres. Itzen se dio la labor de salir en
búsqueda de alimentos para sus hermanos. Y así lograron sustentarse por las
siguientes semanas. Reflexionaban a cada poco sobre sí seguir adorando a Hunab-Ku,
o si convertirse en monoteístas y serle devotos únicamente a Ah Puch,
dios de la muerte; pues eran conscientes de que la vida que llevaban no duraría
mucho tiempo y que la muerte los alcanzaría tarde o temprano. Sin embargo, su
misticismo no se perdió en ningún momento y continuaban realizando sacrificios
animales, siendo su objetivo primordial el obtener la protección necesaria ante
los españoles. Aaj beh se quedó con la incógnita sobre la mujer que sus
padres le tenían preparada como su futura esposa. Cayeron en la cuenta de que
su huida llevaba implícito el rehacer nuevamente su vida, dejando en el pasado
y debiendo tirar por el caño varias de sus costumbres. Ya no tenía sentido seguirlas
practicando.
Doce años fueron los que
pasaron. Para ese entonces ya había nacido Yatzil, quien fuere producto
de la unión incestuosa entre Itzen y Aaj beh. Este último se
había convertido ya en todo un líder de hombres, había forjado el carácter
necesario para hacerle frente a cualquier adversidad que se les presentara a lo
largo de esta travesía. Corría en su sangre los genes de un perspicaz guerrero,
tal y como lo era su recordado padre. La expansión de la conquista española los
obligó a adoptar un estilo de vida nómada. Vivían siempre a la expectativa;
turnándose para hacer de guardia vigilante, a fin de estar siempre preparados
para huir, o bien, pelear. No tuvieron más opción que fabricarse sus propias
armas de combate; lanzas, arco y flechas, espadas, jul y jatz’om.
Y es que todos los hermanos, a excepción de Yatzil, ya habían manchado
sus manos y su consciencia de sangre al haber matado a sangre fría a varios
animales y a varios españoles (que, para ellos, venían siendo lo mismo). Preferían
firmemente vivir a escondidas que cautivos. Se renegaban a formar parte del
enemigo, aún si fuese como esclavos. Es más, era un odio irreversible lo que
sentían por todos aquellos quienes significaron su más grande desgracia.
Llegaron a creer que eran los últimos sobrevivientes de la cultura maya y que
su desaparición conllevaría a la extinción de la misma. Ese mismo pensamiento
fue la razón de concebir a la pequeña Yatzil; quien, cuando creciera,
estaría destinada a ser la madre de los hijos de Athziri, y de esa forma
ir construyendo paulatinamente una nueva sociedad. El mayor de los hermanos ya
lo tenía todo planeado, dentro de su cabeza residía una idea visionaria del
resurgimiento de su pueblo caído. Sabía que el camino no sería nada fácil, pero
estaba completamente convencido de que la epifanía de este sueño era la misión
que se le encomendó.
Fue una tarde del doceavo
mes dentro del calendario maya bajo el sistema Haab en que Itzen,
en una de sus rutinarias caminatas para la recolección de comida, se topó con
lo que significaría un dilema, un punto de inflexión, un antes y un después en
su vida. Tanto fue su asombro, que no pudo evitar soltar un pequeño grito el
cual llamó poderosamente la atención de Aaj beh, quien se encontraba
descansando en la choza y quien de inmediato corrió a socorrer a su hermana y
madre de su hija. Al llegar al lugar de donde provino el grito de Itzen,
se topó a esta tomando de la mano a una pequeña niña mestiza. Aaj beh, casi
por impulso, sacó un cuchillo dispuesto a eliminarla. Pero Itzen lo
detuvo, explicándole que la pequeña se encontraba extraviada y por azares del
destino fue a dar al lugar en que se encontraban escondidos ellos. La mestiza
aparentaba unos tres años, sus gallardos ojos azulados denotaban el temor que
le infundía estar en esa situación, pero no quebraba en llanto. Y fue entonces
el inicio de la discusión.
Aaj beh le
recordaba a Itzen todos los pecados cometidos por los de “su especie”;
que todo por lo que han pasado, todo lo que han sufrido, todo lo que han
perdido se debe a gente como ella. Mientras que Itzen abogaba a favor de
la mestiza, diciéndole a su hermano que la pequeña no es culpable de haber
nacido del lado contrario, de los que ellos consideran como rivales a muerte. Aaj
beh, sin bajar el arma, estaba convencido en sus convicciones bien
fundadas, su terquedad le impedía retractarse. Alegaba estar seguro que cuando creciera
iba a formar parte de los mismos asesinos, de esa misma plaga que únicamente se
motiva en buscar el poder, el control y el dominio de las masas a toda costa,
sin importar qué. Que cuando crezca, va a ser de las mismas personas que con
malicia aplaudirán el haber aniquilado a los mayas, que escupirá sobre los
esclavos y los tratará como la peor de las escorias. Itzen hacía
hincapié en que la mestiza rebalsa en inocencia, que sus formas de actuar,
pensar y hablar son perfectamente moldeables a su edad, que aún está a tiempo
de ser una persona distinta a sus antecesores. Que ella no tiene por qué ir
cargando con los pecados de los de su sangre. La discusión continuó con las
mismas posturas sin llegar a una clara resolución.
Un extrañado Aaj beh
bajó y guardó finalmente su arma, pero sentenciando a Itzen, imponiéndole
el ultimátum entre elegir a su familia o a una niña totalmente desconocida. Él
no quería ver a una mestiza viviendo entre ellos, ni siquiera como esclava,
llegando al extremo de amenazar a su hermana de abusar sexualmente de la
mestiza y de obligar a Athziri a hacerlo también, para posteriormente
asesinarla. El odio de Aaj beh hacia los españoles era tal, que incluso
amenazó con llevar la cabeza de la niña ante los españoles como venganza y/o
advertencia. Su decisión era terminantemente final. Itzen se encontraba
entre la espada y la pared, anonadada por las horripilantes palabras que salían
de la boca del padre de su hija. Evidentemente no quería dejar de ver a su
familia, pero su instinto maternal le impedía dejar a la mestiza por su cuenta
a una muerte segura. A diferencia de su hermano, ella no era consumida por el
odio.
Itzen se
decidió, y para sorpresa de su hermano, se decidió por la vida de la mestiza.
Quiso darle una oportunidad a la pequeña española, para demostrarse así misma y
a Aaj beh que se equivocaba. Que sí existe margen de cambio en las
personas, y que ello no estaba condicionado de ninguna manera por la sangre que
corría por sus venas. Su hermano no podía creer lo que veían sus ojos, cómo su
hermana se alejaba y abandonaba a su familia por la vida de una “irrelevante”
niña. Itzen comenzó a desaparecer entre la vegetación de la selva,
pudiendo escuchar todavía las palabras que profería su hermano, quien, cegado
por su rencor, le advertía a gritos que la mestiza la traicionaría cuando
creciera, pues eso llevan en la sangre. Que la niña sería su perdición.
Con lágrimas en sus ojos,
Itzen se marchó con la mestiza, a quien posteriormente renombraría como Nicte.
Tras doce años de llevar el mismo estilo de vida, Itzen tenía amplio
conocimiento para cómo cuidarse, cómo cuidar a un menor, cómo conseguir
alimentos, cómo defenderse, cómo llevar una vida pasando desapercibida en el
mundo, por lo que no tendría problemas para arreglárselas. Pero obviamente le
partía el corazón el hecho de dejar atrás al fruto de su vientre, Yatzil,
quien crecería sin una figura materna. Y quien, por disposición de su padre, ya
estaba reservada para Athziri. Por otra parte, Aaj beh se dio la
vuelta y se regresó a su choza, su orgullo y mente cerrada no le permitirían
aceptar otra cosa distinta. Regresó sólo para anunciar las malas noticias.
Claro que, las anunció de una forma enteramente tergiversada y manipulada,
haciendo alusión a que Itzen prefirió adoptar a una niña española que a
su propia familia, que a su propia cultura. Que los abandonó, que se unió al
enemigo. Con las intenciones de colocar a Athziri y a Yatzil en
contra de Itzen, objetivo que cumplió.
Tres lustros fueron los
que transcurrieron tras lo antes en mención. Aaj beh finalmente logró
encontrar un estilo de vida más sedentario tras situarse en un territorio que
no era frecuentado por básicamente nadie y les brindaba protección. Tal y como
se esperaba, Athziri y Yatzil se unieron y procrearon a Itzam-ná.
No obstante, Yatzil se encontraba nuevamente en estado de gravidez, esta
vez por el mismo Aaj beh. Este último ya estaba rozando casi los
cuarenta años, era todo un veterano y experimentado guerrero. Para llegar a las
tierras en que se encontraban tuvo que darle muerte a varios españoles que iba
encontrando en el camino, emboscándolos discreta pero astutamente, pues Aaj
beh era superado en número. Su hermano menor también le ayudaba.
Conservaban sus ideales y sus convicciones, no contemplaban la idea de tener
personas cautivas. Su sed de venganza excluía toda idea de piedad o
misericordia.
Hasta que, una noche,
mientras eran horas de descanso. Hizo finalmente su regreso Itzen
acompañada de una hermosa jovencita, quien respondería al nombre de Nicte.
Además, las acompañaba otra persona. Aaj beh, al notar la presencia de
intrusos en su hogar, salió enfurecido a hacerles frente hasta que logró
reconocer a Itzen. Aaj beh inmediatamente sacó su arma y llamó a Athziri,
quien no tardó en salir acompañado por Yatzil, quien llevaba a su hijo
en sus brazos. Aaj beh cuestionó a su hermana sobre cuál era la razón de
haber retornado, que ella ya no era bienvenida. A lo que Itzen le
respondió algo que lo dejaría perplejo.
Decía Itzen que
primeramente no fue nada fácil dar con este lugar tan recóndito. Que regresó
por dos razones; la primera de ellas fue demostrarle a su hermano el casi
imperdonable error en el que estuvo durante todos estos años. Pues que Nicte,
quien en ese momento dio un paso al frente, vestida con ropas típicas mayas,
hablando la lengua maya, es una mujer realmente noble, fue criada con amor, se
le inculcaron los valores necesarios para no parecerse ni un poco al monstruo en
que Aaj beh insistía en que se iba a convertir. Que ni su pasado ni su
ascendencia podía definir su futuro. Que si bien es su hija adoptiva, en ningún
momento se ha sentido discriminada por ella a pesar de ser mestiza. Que siempre
le ha demostrado su gratitud y su amor en todo momento. Nicte sabe que
ella no es su madre biológica, pero siempre la ha tratado como tal.
La segunda razón;
conlleva una pequeña historia. Relata Itzen que todo este tiempo
estuvieron viviendo en una nueva choza construida por ella, pero fue hasta hace
aproximadamente dos años que fueron descubiertas por un grupo de guardias
españoles que rondaban por la zona. Y sin hacerles ningún daño, fueron llevadas
frente al Monarca quien decidiría qué hacer con ellas. Si bien es cierto, que Itzen
creyó que su esclavitud era inevitable, se apersonó un hombre quien decía ser
padre de la mestiza. Los rasgos eran evidentes, el parecido entre ambos no
dejaba duda alguna sobre la veracidad de sus palabras. Además, contó la versión
de los hechos del día en que accidentalmente perdió a su hija años atrás. Que
el fuego de su esperanza se apagaba cada día más debido a su súbita desaparición
y a la ausencia de pistas. Que ha hecho hasta lo imposible para encontrarla,
pero todo ha sido en vano, hasta el día de hoy. Este hombre, Adriano, era un
criollo conocido del rey. Y le estaba pidiendo, suplicando, que se le
devolviera a su hija, originalmente de nombre María. Sin embargo, la mestiza no
se quería desprender de Itzen. Adriano notó el vínculo existente entre
ambas, así que pidió la liberación de ambas, aduciendo que él se encargaría de
ellas. Tras pensarlo unos segundos que parecían eternos, el Monarca le dio
lugar a la solicitud que se le hizo, y luego de varios formalismos, ambas mujeres
quedaron a disposición de Adriano.
Ambas se volvieron al
catolicismo y comenzaron a aprender el idioma español. Cuando ya existía una
comunicación más o menos fluida, Itzen pidió por la vida de su familia.
Por lo que se inició la búsqueda, con el objeto de salvaguardarlos. Darles una
mejor oportunidad de vida como muestra de agradecimiento por haber salvado y
criado bien a su hija. Una vida digna y libre de cualquier tipo de esclavitud o
discriminación.
Ante las alegaciones de Aaj
beh, las cuales no se hicieron esperar, Itzen trataba de convencerle
del garrafal error que estaba cometiendo al encerrarse en su propia burbuja, al
negarse rotundamente a dar una sola oportunidad, al rehusarse a avanzar, al
querer saciar su deseo de venganza cueste lo que cueste. Parecía que los ojos de
Aaj beh se saldrían de sus cuencas, su ceño fruncido a más no poder,
apretaba con ahínco sus dientes y empuñaba cada vez más su arma. Con la mirada
le ordenó a Athziri manchar el filo de su lanza con la sangre de su
hermana, pero este se mostró dubitativo, refunfuñando que no lo iba hacer. Aaj
beh no podía aceptar una desobediencia por lo que se tornó contra su
hermano soltando una bofetada que casi le tumba, interfiriendo al instante Yatzil,
implorando por calma, pidiéndole a su padre que colocando una mano en su
consciencia reconsiderara las cosas. Yatzil le reveló a su padre que no
es su deseo ni el de Athziri el querer tomar represalias contra los
españoles, que ellos no son capaces de albergar el odio que mora en el corazón
de Aaj beh, que la realidad es que están cansados de seguir cumpliendo instrucciones
que únicamente los llevarían a un aislamiento brutal y consecuentemente a su
perdición, que no quieren que sus hijos vivan en un entorno tan hostil, casi
bélico.
Aaj beh
quedó estupefacto ante tal contestación que significó una total revelación. Él
estaba seguro de que podía jurar sobre la vida o sobre la tumba de sus padres
que su deseo era el deseo de la colectividad. Pensó que estaba actuando
correctamente para concretar aquella visión que algún día se le presentó.
Su arma cayó pesadamente
al suelo. Sin mediar palabra, se dirigió a pasos desorientados hacia Itzen,
y al quedar frente con frente con ésta exclamó en su propia lengua: “Me
equivoqué. Tienes razón, todo el tiempo la tuviste. Lo que para mí es un odio
fundado y racional, para mis hijos será infundado e irracional. Mi error iba a
conducir a mi familia a un odio desenfrenado. Las generaciones futuras iban a
nacer en odio y morir en el mismo, sin saber por qué. Mi error iba a normalizar
el odio, lo iba a convertir en una equívoca tradición”. Aaj beh
suspiró profundamente antes de continuar diciendo: “Dile al hombre español
que mi familia aceptará gustosamente la invitación propuesta para que sus vidas
tomen un rumbo distinto al que yo creí era el más adecuado”. Aaj beh
se estaba excluyendo a sí mismo. “Yo jamás podré perdonar a los españoles.
Pero me han demostrado que el cambio es posible de ocurrir en una persona. Es
casi un pecado generalizar pues no todos son iguales y es totalmente injusto
grabar en mi descendencia esa mentalidad”. Itzen intentó utilizar
otra combinación de palabras a fin de persuadir a su hermano y padre de su hija
para que él se incluyera, pero todo fue inútil. Los pensamientos de Aaj beh
estaban neciamente enterrados y parecía que nada le haría cambiar de opinión.
Su única petición era la conservación de la cultura e identidad maya, de sus
costumbres y tradiciones. Aaj beh aún se mostraba desconfiado, pero cupo
en su cerrada mente la opción de que quizás así se le podría dar cumplimiento a
su visión de una manera distinta a la que él se había trazado. “Gracias”
dijo en un tono casi angelical Nicte, en su misma lengua y lanzando una
leve sonrisa.
Y fue así como Aaj beh
desapareció haciéndose uno solo con la naturaleza, liberando a su familia de un
odio personal que, de no haberle puesto un alto a tiempo, se hubiese
transformado en un odio generacional. Su familia fue bien recibida en tierras
colonizadas por los españoles. Probablemente tratándose de un caso especial,
aislado de los demás. A lo mejor un caso entre millones, un final condicionado
por un golpe de suerte. Un favor que fue compensado con otro, siendo éste el
eximente de la esclavitud. El resto es historia,
literalmente. La visión de Aaj beh fue tomando forma con el pasar de los
años... aunque no de la forma en que lo había visto en sus sueños.

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